Muere la costa
"No se pueden maltratar los recursos naturales, crear impactos en la costa y permitir un crecimiento residencial desmesurado e incompatible con un turismo de calidad”. Eso ha dicho, hace poco, el presidente balear, Francesc Antich. Es una frase afortunada, pronunciada a raíz de la paralización de varias urbanizaciones en primera línea de costa en aquellas islas mediterráneas. Pero, trasladando la sentencia a la realidad del Archipiélago canario (creo tan necesaria la transpolación), ¿cómo conciliar esta afirmación, tan ‘de cajón’, con la necesidad de programar de manera paralela el crecimiento urbanístico con el cuidado del medio ambiente?
La realidad es muy complicada. Porque la manga ancha hacia las iniciativas privadas ha campado durante muchos años por nuestra costa, y se han permitido desmanes que, con el tiempo, se han convertido en aberraciones urbanísticas que han despedazado parte, por no decir casi todo, del litoral: cemento y balaustres. Hace poco, el derribo de unas casetas ilegales en la costa de Fuencaliente, en la isla de La Palma, convirtió al brazo ejecutor de la ley, en este caso de la Dirección General de Costas, en un auténtico rodillo aplastador, insensible e implacable, de derechos de los ciudadanos. Pero, habría que preguntarse, ¿de qué derechos?, ¿tiene algún tipo de derecho el que usurpa el espacio público costero (o haya usurpado hace diez, quince, cincuenta o cien años) e instala allí sus cosas, sus aperos, sus hamacas, sus cacharros, para años después defender que ese terreno es suyo y puede hacer en él lo que le venga en gana, porque así lo manda la tradición? Todo esto, amparado en una muy humilde condición. ¿Qué tipo de tradición es esa?
De la misma manera, y a otra escala, se siguen proyectando puertos deportivos e industriales, urbanizaciones, atentando contra todo, y no se aplican las mismas medidas conservacionistas que mueven aquellos tractores que arrasan las casetas de la playa. Este es el caso, por ejemplo, del de Granadilla, del proyecto de la costa de Tacoronte, o de los solares recién construidos en El Tamaduste de El Hierro. Los que defendemos una Canarias sostenible no debemos dudar en ser intransigentes, combativos y exigentes con todos estos atentados, sean legales (o mejor, amparados por la ley) o no.
El desarrollismo permitido por las leyes gubernamentales (el del Puerto de Granadilla por ejemplo, el de la recalificación sin criterio ambientalista de terrenos, el de la construcción amparada) es altamente tóxico para la costa, pero también lo es el ilegal, el de los malpaíses destrozados por los bloques y las basuras, el de los sebadales aniquilados por los emisarios ‘domésticos’ y los residuos vertidos a la costa, tantas neveras, neumáticos, papeles, latas, plásticos… Ser ecologista significa amar la naturaleza y, por ello, actuar en consecuencia. Consiste en ser crítico con todo lo que afecta a nuestro entorno, lo que es un abuso de poder, pero también lo que nos resulta sentimentalmente más cercano, y no solamente criticar según nos interese e ir con una bandera a las manifestaciones.
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